Europa está mutando. Bajo la presión de las amenazas erráticas de Donald Trump y la retirada progresiva de Estados Unidos como garante de la seguridad transatlántica, Francia, Alemania y el Reino Unido parecen decididos a asumir una defensa autónoma. A primera vista puede interpretarse como un gesto de soberanía. En el trasfondo, sin embargo, asoma el regreso de viejos impulsos que ya precipitaron al continente y al mundo a la devastación, carreras armamentistas, alianzas rígidas y un desprecio creciente por la diplomacia preventiva. Como advertía Hans Morgenthau, cuando los Estados sustituyen el equilibrio prudente por la fe ciega en la fuerza, la tragedia se vuelve una probabilidad estructural.
La rusofobia, cultivada en los pasillos de Bruselas y amplificada por cada nuevo paquete de sanciones, se fusiona hoy con un militarismo rampante. Las imágenes de Macron, Starmer y Merz compartiendo un tren hacia Ucrania, firmando acuerdos de defensa y discutiendo la coordinación de arsenales nucleares evocan un directorio expedicionario antes que una comunidad de paz. Esta alianza triangular intenta llenar el aparente vacío de Washington y al hacerlo proyecta a Europa como bloque armado que proclama sin titubeos a Rusia como objetivo central. John Mearsheimer ha insistido en que la ampliación y militarización del perímetro occidental frente a Moscú no reduce riesgos, los agrava.
A este cuadro se añade un dato revelador del grado en que el continente vuelve a convertirse en tablero principal de una posible confrontación de consecuencias impredecibles. Estados Unidos habría desplegado nuevamente armas nucleares en suelo británico tras diecisiete años de ausencia. El traslado de bombas termonucleares B61-12 a la base de la Real Fuerza Aérea en Lakenheath, a poco más de cien kilómetros de Londres, simboliza un giro doctrinal nítido. Se trata del tránsito de los tímidos esfuerzos de desarme de 2008 a una lógica de disuasión endurecida. A propósito, Henry Kissinger recordaba que la disuasión funciona solo mientras las señales estratégicas no se confunden con preparativos ofensivos permanentes. Aquí, la distinción comienza a diluirse.

Lakenheath ya había albergado armas estadounidenses durante la Guerra Fría. Su reactivación puede leerse como el reconocimiento del deterioro profundo entre Washington y Moscú y como prólogo de una mayor integración nuclear táctica en Europa. La venta por parte de Washington de armamento ofensivo y defensivo a Europa para el aprovisionamiento de Kiev refuerza la sensación de que la arquitectura de seguridad continental ya parece hacer sido reemplazada por una economía de guerra difusa. Noam Chomsky describe este fenómeno como autoinducido: los Estados erosionan la diplomacia y después presentan la militarización como única salida racional.
Alemania, contenida durante décadas por sus asesinatos masivos y traumas del siglo XX, anuncia con Merz una expansión del gasto militar que aspira al cinco por ciento del PIB. Este nuevo Führer también aspira a la recuperación de un liderazgo estratégico exterior. Francia aporta su arsenal nuclear soberano. El Reino Unido añade la plataforma logística y simbólica de las B61-12 estadounidenses. El resultado es un tridente que se autoproclama garante de la seguridad europea y que en la práctica puede convertirse en catalizador de una escalada catastrófica imprevisible. Mary Kaldor subraya que las nuevas guerras mezclan economía política y legitimaciones emocionales, este triángulo reproduce exactamente esa combinación.
Paradójicamente, Trump al exigir a Europa más responsabilidad acelera un proceso que vuelve al continente más volátil y menos estable. Mientras el motor industrial alemán se desacelera, la economía rusa muestra resiliencia mayor a la prevista por los arquitectos de las sanciones. Las críticas que exponen esta incoherencia no son simples consignas mediáticas, evidencian que las medidas punitivas, lejos de quebrar al adversario, redistribuyen costos hacia los hogares europeos y consolidan sustituciones tecnológicas en Moscú. Jeffrey Sachs señala que sanciones mal calibradas tienden a generar sistemas paralelos que disminuyen el apalancamiento occidental.
La comparación resulta incómoda, aunque instructiva. Europa se rearma mientras su ciudadanía absorbe inflación energética y erosión fiscal. Rusia, pese al cerco retórico, ajusta cadenas de suministro y reorienta mercados. Subestimamos la naturaleza de la economía rusa, admiten algunas voces, y con ello reconocen la miopía estratégica de confundir deseos con diagnósticos. El castigo económico, previsto como palanca de rendición, termina siendo un boomerang que debilita la cohesión política interna europea.
No contemplamos una Europa orientada a la paz sino un continente que alinea tanques, lanzaderas y artillería a lo largo de la frontera con una potencia nuclear. Las B61-12 en bases adelantadas y la retórica inflamable en parlamentos nacionales anuncian que el margen de error se estrecha. Como enseñaba Clausewitz, cuando la escalada instrumental se vuelve automática, la política que debería gobernarla desaparece detrás del humo de la pólvora.
Si la historia tiene voz, hoy clama desde Verdún, Stalingrado, Kursk, Hiroshima y Nagasaki. No existe victoria sostenible en un escenario que convierte el rearme, la amenaza y el resentimiento identitario en sustitutos de la negociación. Europa, que tantas veces incendió el mundo, juega de nuevo con fósforos sobre un barril de pólvora. La diferencia contemporánea resulta aterradora porque en realidad bastaría una cadena de decisiones automatizadas y una interfaz digital para desatar tecnologías de muerte jamás imaginadas en 1914 o 1939. Todavía hay tiempo de escuchar la advertencia de Santayana y retomar el camino del equilibrio antes de que la lógica del abismo se torne irreversible.
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